Resistencia en las mazmorras del Estado colombiano
COMITÉ DE SOLIDARIDAD INTERNACIONALISTA | 2 agosto, 2018 07.08
Foto: El Comité Internacional de la Cruz Roja
Prisión de La Picota, localidad de Rafael Uribe Uribe, en las afueras de Bogotá y ubicada en el barrio del mismo nombre. Durante hora y media esperamos a que los funcionarios del INPEC (Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario) concluyan los trámites burocráticos para que nos autoricen el ingreso en compañía del Comité de Solidaridad con Presos Políticos. El establecimiento data de 1873 y ha sido objeto de diferentes ampliaciones y reformas, la última de 2006, replicando el modelo arquitectónico carcelario norteamericano: mucho hormigón y ausencia de patios al aire libre y de luz natural. Resultado: una cárcel de alta seguridad y completamente inhumana.
Después de los controles reglamentarios, recorremos galerías y pasillos entre reclusos que limpian las aguas fecales que salen de tuberías que dan a la planta baja y que rebosan su contenido por el suelo dejando un olor nauseabundo en el ambiente. Subimos las escaleras esquivando el agua que cae desde arriba producto de alguna rotura que están arreglando e ingresamos en el Patio 14. En un habitáculo confinado y conocido como “el rastrillo” esperamos a que lleguen 12 presos políticos, la mayoría guerrilleros del ELN (Ejército de Liberación Nacional) y un grupo de estudiantes en prisión provisional que se encuentran dispersos por diferentes patios. En estos momentos, en la Picota hay recluidos 45 integrantes del ELN, 122 de las FARC y ocho de movimientos sociales que son considerados presos políticos.
Durante cerca de hora y media nos relatan la situación que se vive en el interior de las cárceles colombianas y su visión del conflicto. En los acuerdos derivados de la firma de la Paz de noviembre de 2016, entre el todavía presidente Santos (el 7 de agosto le sucede Duque) y las FARC se incluía la excarcelación de presos de esta última organización insurgente. Un proceso que se desarrolla con obstáculos y de manera más lenta de lo anunciado y que ha ido vaciando de guerrilleros de esta organización las cárceles colombianas, aunque todavía permanecen muchos de ellos pendientes de salir.
Los presos con los que nos entrevistamos nos cuentan que, a pesar de las dificultades con las que ellos se enfrentan, no cesan de trabajar en el interior de las cárceles para mejorar sus condiciones de vida y la de los otros reclusos con los que conviven. Además de presos sociales, en el interior de las cárceles coinciden integrantes de las FARC y ELN con narcotraficantes y paramilitares. Estos últimos han sido enemigos históricos de los insurgentes y las confrontaciones del exterior se tienen que sustituir por acuerdos de convivencia con los enemigos tradicionales, aunque en ocasiones la aparente calma se quiebra y se reproducen los enfrentamientos violentos.
El deplorable estado de la alimentación y asistencia sanitaria a los reclusos son dos de los aspectos que tradicionalmente se destacan de la vida en prisión y que se han visto empeorados por la terciarización (externalización) a empresas privadas. Cada día llega menos comida y esto afecta a la salud y estado psico-social de los internos. En cuanto a los aspectos de política “sanitaria” penitenciaria destacan, como ejemplos, que por las noches no hay médicos, los traslados de internos a la prisión son muy complicados y el sistema de tutelas (garantías legales) ha degenerado en materia de salud. Este empeoramiento que nos relatan es reflejo del que sufre los colombianos en el exterior por la profundización en el sistema liberal y que se traslada a toda la sociedad, con especial intensidad en la sanidad y servicios sociales.
Una denuncia constante es la relación con los guardias del INPEC; muchos de ellos tienen una formación de tipo militar y ven a los insurgentes desde la lógica del enemigo y no la propia penitenciaria. La corrupción de estos funcionarios, nos cuentan, se extiende a todos los aspectos de la vida en prisión, teniendo que pagar por todo.
Cada día los presos se levantan a las 4.00 horas, desayunan, almuerzan a las 11.00 horas y antes de acostarse toman la última comida a las 16.00 horas. Durante el día no pueden acceder a sus celdas y desde las 16.00 horas, cuando regresan a las celdas, permanecen encerrados y hacinados hasta el día siguiente: 12 horas seguidas. El frío que en Bogotá, situada a 2640 metros de altura, convierte las noches en gélidas, se hace insufrible en la Picota, al estar situada al sur de la ciudad y bajo los cerros de los páramos próximos por los que bajan las neblinas y un frío intenso que penetra en el interior del establecimiento que no dispone de ningún tipo de climatización.
Durante el día, la falta de espacios abiertos hace que los reclusos se acerquen a los barrotes en busca de los rayos que se filtran. La ausencia de talleres de trabajo hace que los días sean tediosos. Últimamente, además, han regresado las amenazas de restricción de las visitas de familiares. Para revertir esta situación, el trabajo organizado de los integrantes del ELN denuncia la vulneración de los derechos humanos, lo que es reconocido por el resto de reclusos que les otorgan su confianza por ello. En cambio, el INPEC reacciona rápidamente con cambios de patio y de cárcel.
La dispersión y alejamiento de los presos respecto de sus hogares es una táctica de represión que aquí también se repite. Muchos presos no ven nunca a sus familiares porque estos no se pueden permitir costosos viajes de miles de kilómetros desde el otro extremo del país, con la probabilidad cierta de que luego no se puedan ver porque se anula la visita o cualquier otro incidente burocrático que se utiliza para negarles el acceso a sus familiares. En otras ocasiones, prefieren desvincularse de los internos para que no les “enreden” a ellos también señalándoles como “terroristas”. Así, la represión de los presos se convierte en la de sus propias familias. Unas prácticas que denuncian que contravienen la propia Constitución colombiana que en su artículo 42 dice que “la familia es el núcleo fundamental de la sociedad” y que “el Estado y la sociedad garantizan la protección integral de la familia”.
El tiempo se acaba y en su despedida nos recuerdan su condición de presos políticos, que no cogieron las armas porque les gusten, sino como producto de una decisión política y humana, al no hallar en Colombia posibilidades de transformación política por otras vías. Por eso son presos políticos. Antes de abandonar la cárcel se reafirman en su compromiso de lucha en el interior de las cárceles para mejorar las condiciones de vida y mantener su dignidad y nos recuerdan que, a pesar de la firma de los acuerdos de Paz, el número de presos políticos en las cárceles no ha dejado de crecer e incluso se vienen años de represión más intensa con el nuevo Gobierno de Duque.
Los reclusos colombianos, como en general el resto de presos de las cárceles en cualquier lugar, son invisibles para la mayor parte de la sociedad. En Colombia, los presos políticos son, además, rehenes en las “mazmorras” del Estado en un conflicto inacabado en el que resisten, organizados y en lucha, atentos a la evolución de los diferentes procesos de negociación y de la situación política del país.
2 agosto, 2018
Autor/Autora
COMITÉ DE SOLIDARIDAD INTERNACIONALISTA